lunes, 23 de marzo de 2015

El túnel

Ya estaba decidido desde hacía tiempo, algún día debía armarme del valor necesario para entrar. En el pueblo ya nadie lo cruzaba desde que se hizo la carretera y casi todos los vecinos tenían coche; no era necesario echar a andar por el sendero a pesar de que el camino era más corto, todos preferían la comodidad de ir sentados. Normalmente en alguna noche de tormenta, cada verano, cuando la luz de la luna quedaba oculta por las nubes, mi abuela me recordaba que no atravesara aquel túnel, que estaba maldito, pero las siluetas de luz que decía eran vistas cuando ya estabas lejos de la entrada, pero aún más lejos de la salida opuesta, suponían un desafío para un niño como yo, ávido de fantasear y de hacer largos y aventureros viajes en mis sueños. Año tras año, cuando regresaba al pueblo a pasar una o dos semanas de vacaciones con mis abuelos me acercaba, entre la maleza crecida y espesa, al recodo del camino donde estaba; la profunda oscuridad que de él salía me aterraba y corriendo subía rápidamente de nuevo hasta la carretera para andar los dos kilómetros que me separaban de la casa de mis amigos. A salvo, del otro lado de la montaña, pensaba que esos 200 metros de atajo eran imposibles para mí.
 
 

 Crecí, pasaron los años y el niño temeroso de aquellas leyendas y relatos de estivales noches de tormenta se hizo adulto. Mi abuela era ya el recuerdo amable de tantas tardes en el pueblo, de algunas noches de miedos y de un beso de despedida anhelando que los meses pasaran volando hasta el verano siguiente. Ahora no sentía temores infantiles y aún tenía un reto por superar, el túnel. Ese año decidí ir un día hasta el pueblo, sin más idea en mi mente que parar antes de llegar para bajar el sendero y entrar en aquel largo, algo curvado, húmedo y silencioso túnel. Con la cámara al cuello, las botas calzadas, una linterna en la mano y la valentía que la edad nos suele conferir me fui acercando. La voz de mi abuela me retumbaba dentro… “Andrés no pases por el túnel, vete por la carretera”. Pero Andrés ya no era un chaval y hoy recorrería ese par de cientos de metros solo, acompañado de sus recuerdos y de misterios.
 
Paso a paso fui avanzando; he de reconocer que me inquietaba la idea de que fueran ciertas esas “mágicas” figuras, esas siluetas luminosas que te envolvían silenciosamente a mitad del camino. Tras unos minutos la luz de la entrada iba alejándose y el ojo del túnel era cada vez más pequeño; cuando casi desaparecía en la distancia, el recodo que hacía el estrecho pasadizo te sumía en la más absoluta oscuridad y aún faltaba algo más de la mitad por atravesar. Fue entonces cuando me detuve, apagué la linterna y me apresté a escuchar, quizás a ver, no sé si a sentir, pero algo sí que logré en ese instante, acelerar el latido de mi corazón. Como la lógica hacía presagiar, nada ocurrió en aquel túnel, ninguna presencia se manifestó ante mí; bueno, nada, nada, tampoco. Cuando estás en mitad de ninguna parte, ni visible ni tangible al menos, tu mente se activa, tus temores renacen y tus ausencias sí se manifiestan.
Aquella tarde, en aquel siniestro túnel abandonado de un pequeño pueblo aparecieron los temores de adulto, los recuerdos, los errores y los pocos aciertos, la incertidumbre del futuro. Aquella tarde, en la oscura soledad, recordando a mi abuela, pensé que quizás sus historias no eran de muertos vivientes sino de los fantasmas de su pasado que no deseaba recordar y que ella, como toda abuela, no quería que yo los empezara a vivir aún, que ya me llegaría el momento.

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