Ya
estaba decidido desde hacía tiempo, algún día debía armarme del
valor necesario para entrar. En el pueblo ya nadie lo cruzaba desde
que se hizo la carretera y casi todos los vecinos tenían coche; no
era necesario echar a andar por el sendero a pesar de que el camino
era más corto, todos preferían la comodidad de ir sentados.
Normalmente en alguna noche de tormenta, cada verano, cuando la luz
de la luna quedaba oculta por las nubes, mi abuela me recordaba que
no atravesara aquel túnel, que estaba maldito, pero las siluetas de
luz que decía eran vistas cuando ya estabas lejos de la entrada,
pero aún más lejos de la salida opuesta, suponían un desafío para
un niño como yo, ávido de fantasear y de hacer largos y aventureros
viajes en mis sueños. Año tras año, cuando regresaba al pueblo a
pasar una o dos semanas de vacaciones con mis abuelos me acercaba,
entre la maleza crecida y espesa, al recodo del camino donde estaba;
la profunda oscuridad que de él salía me aterraba y corriendo subía
rápidamente de nuevo hasta la carretera para andar los dos
kilómetros que me separaban de la casa de mis amigos. A salvo, del
otro lado de la montaña, pensaba que esos 200 metros de atajo eran
imposibles para mí.
Crecí, pasaron los años y el niño temeroso de aquellas leyendas y relatos de estivales noches de tormenta se hizo adulto. Mi abuela era ya el recuerdo amable de tantas tardes en el pueblo, de algunas noches de miedos y de un beso de despedida anhelando que los meses pasaran volando hasta el verano siguiente. Ahora no sentía temores infantiles y aún tenía un reto por superar, el túnel. Ese año decidí ir un día hasta el pueblo, sin más idea en mi mente que parar antes de llegar para bajar el sendero y entrar en aquel largo, algo curvado, húmedo y silencioso túnel. Con la cámara al cuello, las botas calzadas, una linterna en la mano y la valentía que la edad nos suele conferir me fui acercando. La voz de mi abuela me retumbaba dentro… “Andrés no pases por el túnel, vete por la carretera”. Pero Andrés ya no era un chaval y hoy recorrería ese par de cientos de metros solo, acompañado de sus recuerdos y de misterios.
Paso a paso fui
avanzando; he de reconocer que me inquietaba la idea de que fueran
ciertas esas “mágicas” figuras, esas siluetas luminosas que te
envolvían silenciosamente a mitad del camino. Tras unos minutos la
luz de la entrada iba alejándose y el ojo del túnel era cada vez
más pequeño; cuando casi desaparecía en la distancia, el recodo
que hacía el estrecho pasadizo te sumía en la más absoluta
oscuridad y aún faltaba algo más de la mitad por atravesar. Fue
entonces cuando me detuve, apagué la linterna y me apresté a
escuchar, quizás a ver, no sé si a sentir, pero algo sí que logré
en ese instante, acelerar el latido de mi corazón. Como la lógica
hacía presagiar, nada ocurrió en aquel túnel, ninguna presencia se
manifestó ante mí; bueno, nada, nada, tampoco. Cuando estás en
mitad de ninguna parte, ni visible ni tangible al menos, tu mente se
activa, tus temores renacen y tus ausencias sí se manifiestan.
Aquella tarde, en aquel
siniestro túnel abandonado de un pequeño pueblo aparecieron los
temores de adulto, los recuerdos, los errores y los pocos aciertos,
la incertidumbre del futuro. Aquella tarde, en la oscura soledad,
recordando a mi abuela, pensé que quizás sus historias no eran de
muertos vivientes sino de los fantasmas de su pasado que no deseaba
recordar y que ella, como toda abuela, no quería que yo los empezara
a vivir aún, que ya me llegaría el momento.